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"EL ÚLTIMO ESTERTOR" DE MARCEL SAWCHIK

por Juan Tocci


Se repuso en estos días en el Teatro "El Galpón" de Montevideo la obra de M. Sawchik, después de haberse estrenado en la "Casa de los siete vientos" y haber cumplido una exitosa temporada.
Es evidente que existe una oleada interesante de autores nacionales que han optado por poner en escena sus propias obras. Esto manera de encarar el fenómeno de la dirección teatral asegura que quien escribe teatro sabe sobre teatro. El género dramático ha demostrado históricamente que no es solo literatura, confluyen en él otros saberes que involucran un manejo muy especial del tiempo y del espacio. David Viñas afirmaba que el escritor de teatro debe conocer obligatoriamente el oficio teatral.
Los formalistas rusos habían descubierto en sus investigaciones sobre la historia de la literatura que los temas de las obras no eran demasiados diferentes, sino que por el contrario se repetían a través de las épocas una y otra vez. Decían que lo que sí cambiaba era la manera de tratarlos.
En El último estertor se expone una vez más el problema de la pena de muerte y la relación de verdugo-condenado, pero ¿cómo?
Es una puesta en escena que maneja muy pocos recursos pero hábilmente dispuestos, asistimos a una poderosa imaginación que ordena el discurso escénico para entretejer a lo largo de una hora una trama ajustada y precisa. El escenario está dividido: en primer plano y con la fuerza de la luz blanca están iluminados, frente a frente, el verdugo y el condenado (cubierto por una capucha), como elemento escenográfico solo hay un pequeño banco; atrás y a través de una tela que deja ver, como en sueños, una escena iluminada con luz difusa, para mostrar el mundo de los recuerdos de cada uno de los protagonistas. Así entonces alternará el diálogo en el presente, cuyo conflicto central es el deseo concedido al condenado de hablar por una hora con quien lo ejecutará, y por detrás la obra se aleja hacia el pasado e indaga en las motivaciones que tuvo cada uno para estar donde están; denuncia a la sociedad que robotiza, que quiebra voluntades e invade con su gris mediocre la vida de todos, para matar finalmente cualquier aspiración humana.
La pieza está sostenida por un elenco parejo que nos hace pensar, no solamente en una correcta dirección de actores sino también en calidades personales, destacándose la fuerte presencia escénica de Fabio Zidán, en el difícil papel del condenado y de Pablo Tate, en el de verdugo.
Finalmente quisiera mencionar la sensación al abandonar la sala: tenía un raro sabor amargo en la garganta difícil de definir pero que estaba emparentado con la humillación y la impotencia, y en mi mente flotaban sin poder dar respuestas ciertas los interrogantes sobre el derecho a matar, sobre el terrible hecho de quitar la vida a un semejante, que quizá por verlo tan a menudo estamos cada vez más insensibilizados.

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